La cultura catalana
y la autoflagelación

Javier Tusell







En un texto clásico acerca de las formas de vida catalana, Ferrater Mora aseguró que la manera de entender de verdad una realidad consistía no tanto en contemplarla desde dentro o desde fuera como en conseguir hacerlo a la vez desde ambas perspectivas. Quien esto escribe no puede tener, ni de modo remoto, la pretensión de pertenecer a la cultura catalana. Sí, en cambio, por razones que no vienen al caso, aspira a ser, desde Madrid, un espectador interesado. Como tal no deja de llamarme la atención la frecuencia con la que, de forma más o menos elíptica, aparecen en ella peleas diminutas que a menudo señalan como diana a alguien por el solo hecho de tener iniciativas. Pero hay algo quizá más grave. Consiste en una especie de sensación de fracaso y de autocompasión que me parece gratuita.

El libro de Valentí Puig El hueso de Cuvier. Hacia dónde va la cultura catalana no está escrito por un malhumorado ni por un descolocado. Se trata, por el contrario, de un protagonista muy importante de la cultura catalana actual. Su diagnóstico de acuerdo con el cual ésta consistiría en una especie de reducto necrófilo en que no se venderían libros y, en cambio, abundarían las celebraciones en el momento de la muerte de un autor, es tan veraz como incierto. Eso, en cierta medida, pasa siempre y en todas las latitudes. Puig lo sabe y en el fondo coquetea con la frase para llamar la atención y llevarnos a donde quiere. Cuvier pretendió, en su día, que con un modesto resto óseo podía reconstruir un animal desaparecido y Puig utiliza la metáfora para remitirse a lo que considera como núcleo esencial de la tradición literaria catalana. Lo hace de una manera un tanto similar a como Harold Bloom reivindicó el canon clásico pero incide de manera especial en el primer tercio de siglo XX. Con un conocimiento profundo y una jugosa capacidad analítica se refiere a los grandes de la literatura catalana de un modo que demuestra precisamente que esta autoflagelación no tiene mucho sentido.

Los treinta primeros años del siglo XX han quedado consagrados ya desde hace tiempo como la edad de plata de la cultura española. Lo son, sin duda, también de la catalana y si se pone en paralelo a muchos de los escritores de la época en ambos ámbitos se percibe, en la medida en que ésta es posible, que la comparación no resulta perjudicial para esta segunda. Claro está que falta en Catalunya un Ortega en su condición de maître à penser perdurable, omnisciente y creador de todo un estilo. Pero, por ejemplo, como profeta regeneracionista suena mucho más entusiasta, a menudo más auténtico y siempre nada atrabiliario Maragall frente a Unamuno. Si como pensadores D'Ors y Maeztu acabaron en la misma extrema derecha, el primero, que tuvo mucho de frívolo pero también de gustador de muy amplias y diversas lecturas, estuvo templado hacia el escepticismo por su cultura. Maeztu fue, en cambio, un perpetuo manipulador de la misma hacia la política y un bárbaro del peor género imaginable,es decir el místico. En literatura periodística la sensibilidad de un Gaziel está muy por encima de un González Ruano que, aun en sus artículos más logrados, siempre produce el regusto de un vacuo contertulio de café.

No hace falta, además, remitirse a tiempos más cercanos para percibir esa superioridad catalana. Es obvio, por ejemplo, que, para todos nosotros los historiadores españoles,Vicens Vives fue toda una revelación desde finales de los cincuenta. Además, cada día resplandece más la figura de Pla cuyos dietarios completos han sido traducidos al castellano. No hay nada parecido en la literatura del conjunto de España en agilidad periodística, capacidad lírica ante un paisaje amado, sinceridad en el desvelamiento de la intimidad y, en fin, sabiduría profunda de la vida, incluyendo la política. Es difícil no disfrutar leyendo a Baroja o Azorín, pero quien lea sus páginas a menudo reprochará al primero su desmadejamiento estilístico y su mal humor y al segundo su equilibrismo intelectual a favor siempre de quien está en el poder.

La reciente publicación de la correspondencia de Pla con Cruzet, uno de sus editores (otra parte se contiene en el tomo final de sus obras completas) permite disfrutar aún más de un escritor difícilmente repetible. Al mismo tiempo que arregla cuentas o se preocupa por la circulación de sus libros, nos informa de su vida y de su pensamiento sobre los más diversos aspectos. Lo hace con una escritura directa y de una precisión imposible de superar a la hora de la elección, por ejemplo, de un adjetivo. Da la sensación, en ocasiones, de que la elección del término o de la frase ha sido elegida tras una meditación durante unos minutos de este infatigable trabajador. Pero, sobre todo, exhibe una sabiduría deslumbradora, la que nace de una mezcla extraña entre el escepticismo de fondo, la capacidad para la ironía, incluso respecto de sí mismo, y la voluntad de cambiar las cosas. Citaré una pequeña anécdota que se refiere a la política. En sus esfuerzos por driblar la censura, Pla se daba cuenta de que había autoridades que eran más duras y otras que lo eran menos. De Arias Salgado escribió que era un mero “transportista de orinales de la familia Franco”. Sobre un director general de su ministerio concedió, en cambio, que era “más abierto y personal, quiero decir que se limita a tirar de la cadena del water”.

Pero no hay que engañarse quedándose en ese tipo de frases vitriólicas. Lo que se descubre en la correspondencia de Pla es sobre todo entusiasmo. Ésta puede no ser una realidad presente en todos los creadores porque, en definitiva, la obra de arte literaria o plástica nace también de la desesperación o la ira. En Pla hay, en cambio, una voluntad personal pero también dirigida a la colectividad catalana de considerar su propia escritura, ligada con el pasado pero destinada al futuro, como algo que es una obligación construir y que se ha de salvar. Y esa actitud, libre de un resistencialismo superficial, es el motor de un gigantesco trabajo de refundición y recreación de una larguísima trayectoria como periodista al que nunca le abandonó el incentivo principal de la profesión, es decir, la curiosidad universal. Con Pla sucede como con Dalí, en especial en este último año: con ser evidente su enorme peso en nuestra cultura descubrimos con facilidad a poco que nos adentremos en él nuevas facetas para disfrutarle.

Si había algo ajeno a Pla era, sin duda, el aspaviento. Este fumador impenitente, rodeado de la cáscara de una apariencia de pequeño propietario rural, es el mejor testimonio de que la cultura catalana puede practicar la autoflagelación pero tiene capacidad infinita para la resistencia. Y Puig, entusiasta lector y buen biógrafo de Pla, lo sabe de sobras.

  

La Vanguardia, 14 de juny 2004

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